martes, 10 de febrero de 2009

Curry Verde

Se levantó por fin de la cama, esta vez en serio, no solo para hecharse un buche de vino al cuerpo o para expulsarlo al cabo de las horas, había sopesado la idea de hacerselo encima, estaba mal pero no tanto.
Lo primero fue irse pasillo abajo desnuda arrastrando los pies por el suelo a reventar de pelusas grises, para llegar hasta el espejo colgado en la puerta del comedor, mal asunto; la cara roja y unos ríos secos de lágrimas perfectamente dibujados por todos los mofletes, o lo que quedaba de ellos, porque tres días sin comer y sobreintoxicación de tabaco crean estragos quieras que no. El pelo estaba tan sucio y brillante que se le unía por mechones, los cuales, pegados a su frente habían probocado el nacimiento de algún grano de pus.
Abrió la puerta y aquello que gracias al vino y al estar lejos del comedor le había ayudado a olvidar volvió hacerla odiarse a ella misma con tanta rabia que hasta se arañó la cara. Allí estaba el Pelusa su gato negro callejero recogido en uno de sus paseos por el puerto. El pobre, ya había pasado dos días estirado en el sofá después de que aquel portazo de dolor le estampara primero el cráneo y luego el cuello contra la pared contigua, un miau seco y corto fue lo último que le dijo a su compañera. Tenía la boca abierta enseñando los colmillos y los ojos verdes se combinaban ahora con una aureola blanca y roja, y estaba frío y duro y tenía las patas traseras y delanteras bien estiradas como si fuera a correr. Pensó que en su honor lo podría disecar y poner en su escritorio o quizás en la entradita que estaba muy sosa.
Pobre Pelusa, pagó por lo que ya estaba pagando ella sin tener culpa alguna, los dos, los pobres estaban pagando por algo que no habían probocado.
En un momento de lucidez fisiológica el cuerpo le pidió comida, y miró al Pelusa "qué quieres que hagamos?" siempre lo decía en plural aunque luego él comiera los whiskas del Shleker. Y le dió por un Curry Verde. Así que todavía desnuda se dirigió a la cocina, se colocó el delantal abispas de niña que le regalaron en un amigo invisible y eso le arrancó la primera sonrisa de la semana, pensó que podría hacerse una foto ridícula de aquella guisa y enviarsela algún futuro amante, pero se le pasó porque es que realmente entre la risa y la pena de su imagen había una línea muy fina.

Agarró la pasta de curry verde que le habían traído de algún viaje a las Asias, la patata semigerminada del frutero, la cebolla medio mohosa y la zanahoria mucho más delgada de lo que la recordaba. lo peló y lo limpió. Doró un par de dientes de ajo picados con aceite de cacahuete en una cazuela, le añadió las verduras cortadas a dados, y mientras las rehogaba a fuego lento se pasó 20 minutos delante de ellas dale que dale pensando que tenía que hacer algo con todo aquello. Cuando se dió cuenta ya podía hecharle un poco de la lata de leche de coco que le quedaba junto con la pasta de curry y le dio 5 minutos más de vueltas al asunto, hasta que al final le puso cuatro hojas de cilantro que se mantenían frescas en el vaso de agua al lado del calentador. Se hizo un paquete de arroz basmati que quedaba en el armario, de esos que es un momento y lo enplató todo junto en un plato blanco y grande; el curry a un lado y el arroz al otro, como Dios manda.
Se sentó a comerselo al lado del Pelusa al cual tuvo que apartar un poco con la cadera al sentarse.
Y cuando se lo acabó pensó que se lavaría el pelo.

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